¿Por qué se dejó de comer bellota?

Hasta sólo unos decenios tomar bellotas era algo habitual en un gran número de seres humanos de la ruralidad. Se comían crudas (si eran de la variedad dulce o muy poco amargas), tostadas, en formas de puré y potajes, como horchata, torradas para hacer “café” y de varias maneras más. Se elaboraba pan, en general mezclada su harina con la de cereales. Eran una parte de la alimentación que paso a paso fue siendo arrinconada y demonizada por las instituciones del Estado.

En las escuelas “públicas” (estatales) las y los maestros reprendían e incluso castigaban a quienes comían bellotas y otros frutos silvestres. Entre las personas adultas se expandió por el aleccionamiento la idea de que hacerlo era propio de seres torvos y bestiales, los llamados paletos, catetos, palurdos o patanes, a quienes había que “civilizar” a base de palos propinados por la guardia civil, adoctrinamiento masivo en la escuela, sermones en los púlpitos y libros rebosantes de calumnias y mofas, escritos por la intelectualidad progresista, moderna, vanguardista y chic, también por la pedantocracia de las ciudades, que en esto como en todo no tenía, ni tiene, diferencias con las instituciones ni con el capitalismo.

Esa modernidad a punta de pistola incluyó como uno de los elementos decisivos la erradicación del uso de alimentos silvestres en la dieta humana. Sobre todo la bellota fue denostada con particular furia. Las causas de que el poder estatal y capitalista obrase así son fáciles de comprender. La mercantilización y monetización1 general de la vida humana, y la imposición de una dictadura del Estado cada vez más completa (que incluía un sistema fiscal progresivamente depredador y explotador) exigía poner fin al consumo de productos que estaban fuera del mercado y que no tributaban al fisco, debido a que eran recolectados y no cultivados, esto es, tomados tal como la naturaleza los ofrece, y luego consumidos.

1El mundo rural tradicional que ha existido hasta hace poquísimo (en términos del tiempo histórico) era radicalmente refractario al dinero, al uso de la moneda. Cuenta Daniel Cuesta, un hombre de la ruralidad, “En las montañas de León”, libro que escribió junto con Antonio Zavala, que en aquella sociedad, todavía a comienzos del siglo XX, se funcionaba “sin dinero… todo a cambio de otra cosa”, siendo, como dice, el trueque lo decisivo y quedando el numerario para muy escasas actividades entre iguales, aunque era imprescindible para pagar la contribución, o sea, para satisfacer los impuestos. Fue el Estado quien monetizó, y así destruyó, la sociedad rural popular tradicional.

Pero había más motivos para la persecución de esas prácticas. Uno ya se ha citado, el hacinar a las gentes en las megalópolis, para lo que era necesario que perdieran sus hábitos rurales y se adecuaran a una alimentación proveniente casi al cien por cien de la agricultura, en la que todo se compra y paga en dinero, algo que en el mundo rural no sucedía con una buena parte de los productos de primera necesidad. La ciudad exigía trigo y no bellotas; productos de huerta y no hierbas silvestres; aceite de oliva y no aceite de bayas de tilo o de nueces; vino de uva y no, pongamos por caso, fermentado de savia de abedul o vino espumoso a base de flores de sauco.

Otra causa no menos importante fue lograr la desarticulación de la cultura rural, paso previo a la aniquilación de aquel mundo en tanto que antagonista del Estado, espacio semi-liberado de las diversas formas de tiranía y territorio donde el capitalismo avanzaba con exasperante lentitud. Para ello había que provocar el autoodio en sus gentes, el desprecio hacía sí.

Había que lograr que cundiese entre ellas el hábito de escupir sobre sí mismas y sobre su propio mundo. Para eso la aniquilación de una forma de alimentarse que sólo puede darse en el campo pero no en las ciudades era fundamental. Además, estuvo (y sigue estando) el coro de la intelectualidad progresista que no para de calumniar a la ruralidad, Buñuel, Machado, Ortega, Azorín, Cela y un larguísimo etcétera. Les pagaron y pagan, por cierto muy bien, por hacerlo y ahí están.

La resultante es que se dejó de consumir bellota, o más exactamente, en ciertos casos se continuó con dicha práctica en la semi-clandestinidad, a hurtadillas, haciéndolo pero no diciéndolo, para evitar ser linchados verbalmente.

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